LITERATURA

Monday, June 26, 2006

INSTITUTO DEL LIBRO Y LA LECTURAY CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA
24 DE JUNIO

DÍA DEL CAMPESINO EN EL PERÚ

Danilo Sánchez Lihón


En los homenajes al campesino se reconoce el trabajo significativo de hombres y mujeres que cultivan el campo y aportan con su labor al funcionamiento social. Pero, esta vez quisiera hablar de un aspecto aparentemente rutinario. En la escuela donde yo cursé la Educación Primaria en Santiago de Chuco, venían desde lugares distantes niños del campo, caminando desde la madrugada. Pese a que tenían todas las desventajas su limpieza era diáfana, nunca llegaban tarde y en muchos casos superaban en notas y en comportamiento a los niños de la ciudad.
Expondré un caso: el poeta César Vallejo nació en el pueblo de Santiago de Chuco, no en el campo. Sus calificaciones siempre fueron excepcionales, sea en la educación primaria, secundaria y superior. Como alumno en la Educación Secundaria fue brillante en el Colegio San Nicolás de Huamachuco; lo reflejan sus promedios, que figuran en los certificados emitidos por el Colegio, donde como alumno de asistencia regular los años 1905 y 1906 alcanzó, al final de año, la nota de 19 puntos.
En los años siguientes, en el período de 1907 a 1908, ya como alumno libre, que no asiste a clases, su promedio general fue 18. Sin embargo, no fue el mejor. En las aulas del Colegio San Nicolás otro estudiante de Santiago de Chuco pero de origen campesino llamado Saúl Benites lo superaba siempre. Si Vallejo fue genio y se aplicaba con ahínco en sus estudios, había otro a su lado más excepcional, pero natural, del campo ¿cuántos otros talentos nos prodiga la tierra como también los sublima? De los alumnos campesinos en mi escuela admiré su creatividad para resolver problemas, para afrontar adversidades, para ser solidarios y si algo conozco de virtudes fueron las que siempre vi que ellos se encarnaban. En ellos no solo relucía la valentía, la veracidad, el sacrificio sino otras que ya no se reconocen como valores, tal la renuncia, el candor, la inocencia.
Pero esta nota trata de otros tesoros más rústicos pero en mi recuerdo excelsos, más por la actitud con que nos ofrecían: su fiambre o sus comidas, que nos obsequiaban generosos. Incluso, ahora lo pienso, quedándose ellos casi sin comer, porque lo traían y compartían abiertamente con nosotros. Vayan estas líneas agradecidas a ellos pero también a la Escuela Pública que nos unía a todos los niños, sin distingos de ninguna especie, algunos con zapatos, otros con ojotas y otros que asistían descalzos, pero donde todos jugábamos y comulgando por igual.
EL FIAMBREEN EL MORRALDE MIS AMIGOSDEL CAMPO
Hay compañeros de aula en la escuela donde yo estudio quienes en su morral traen su fiambre que les servirá de almuerzo en la pausa del mediodía, mientras esperan el horario de tarde; fiambre que nos convidan y hasta lo canjeamos en parte con panes o bizcochos, algunos de yema o chancay, que les llevamos.
Pero, ¿qué compone el fiambre de un estudiante del campo?, aparte de algo especial que por timidez no nos muestran, salvo que a un compañero se le atragante un huesillo en su garganta. ¡Truchas fritas! O una costilla chactada de rico cuy.
Su yantar de mediodía, que despilfarran con nosotros, consiste en sabrosa cancha, escogida y tostada en callana, la misma que se pasa a puñados entre carpeta y carpeta, manjar que sabe a luz, a verdor, a viento, como a dulzura de lomas, quebradas y puquiales.
Otra bolsa es de trigo tostado, ¡Y no cualquier trigo sino el trigo centeno, medio azulado y que antes –eso lo sabemos todos– ha sido leche y miel, cuando aún está reventón en las espigas!, de allí que contenga ese sabor a ubre y a panal de miel cuando lo masticamos soberbios y ufanos.
Desde chiquillos ya sabemos arrojarlo volando a la boca, sin que un solo grano golpee en los dientes o nos caiga en la cara. ¿Cómo lo hacemos? No sé. El puñado entra justo golpeando suavemente la lengua y el paladar para ser luego molido con presunción y deleite.
Una variante es la "pelona" que es un híbrido entre el trigo y la cebada y que tiene la cáscara medio abierta y desflorada, no como el trigo cuya envoltura es dura y lisa, con cáscara dorada, o de color cobre cuando se le tuesta. Ni es tampoco como la cebada blanda y que termina en puntas. La pelona es oblonga, con la camisa del pecho abierta, provocativa y generosa en la entrega para ser comida.
Luego traen habas, que las hay de diferentes clases. Constituyen un manjar aquellas provenientes de las chacras de mi compañero de carpeta Javier Mendocilla, quien vive por las pampas de Muycan. Éstas son las “habas niñas”: redondas, pequeñas y con su cáscara bien pegada a su pulpa, tanto que hay que romperla y luego pelarla con los dientes, pero que abierta se ofrece suave, ataviada de amarillo “yema de huevo”.
Las «habas niñas» son del tamaño de la uña del dedo meñique, las que como su nombre lo indica nunca dejan de ser tiernas y suaves, las cuales saborearlas es como probar el manjar que degustan los dioses en su mesa. Es decir: ¡una delicia! Es como coger los vestidos a una niña en el juego, el rozar de nuestras manos o como el primer beso.
De otro temple y espíritu son las "habas verdes" que las traen a veces envueltas en panca de choclo, porque éstas si son húmedas y mojan en el morral los cuadernos haciendo festones en sus letras azules y rojas y extendiendo fuera de sus bordes los colores de los mapas. Comerlas es como engullirse un huerto con todos sus árboles, frutos, flores y hasta acequias: es decir una mezcolanza de hojas, greda, agua, y trinos. ¡Todo puede caber en el aroma y el sabor de las habas verdes!
De las otras, llamadas habas «tushas», no hablaré aquí porque más de una encía me ha sangrado por no resistir la tentación de trozarlas con los dientes aunque sea a escondidas, con las cuales hay que padecer un poco por las aristas de su cáscara que nos hincan con sus mil cuchillos. Más bien, recordaré la harina de cebada, de trigo y linaza –los tres productos del campo molidos juntos– que la traen envuelta en un mantel primoroso enjuagado con agua cristalina de algún arroyo y que a ciegas vamos sacando con las manos, haciendo de ella una cuchara impertinente que se hunde en esa gleba celestial.
El sabor de ambrosía de aquel compuesto lo da la sacarina, propia del trigo, el vuelo astral de la cebada y el puntito de anís que le pone la linaza extraída del lino, este último a veces tostado y molido por separado después de secarlo al sol en el tejado en donde la mitad lo comen los jilgueros y la otra mitad se lo junta para, agarrado a dos manos, dejarlo en la callana y oír la reventazón de los más húmedos.
Por último, mencionaré que en el morral de los estudiantes del campo hay un manjar de los dioses del Olimpo que he dejado para el final. Este es el "cadul". Mas de uno se preguntará: ¿qué es el "cadul"? Y yo responderé, con la boca anhelante, es el choclo que pasados los días se convierte en cadul, que vale lo mismo a decir: maíz que todavía no está seco pero que nosotros, siempre hambrientos, pedimos que se lo tueste.
Es entonces como un choclo tostado. Choclo pero ya casi cancha. Que si hay dioses que gusten en el cielo de las comidas, yo les aseguro –¡con toda mi alma– que ellos deben de tener como manjar preferido ¡el "cadul"!
Todo esto lo traían y compartían con nosotros, nacidos y crecidos precariamente en la ciudad, aunque ostentemos ser orgullosos y hasta despreciativos. Felizmente, la historia afirma, desmiente y corrige. El año pasado, en el certamen Capulí del año 2005, visitamos la campiña de Cotay y un escritor del lugar, el Dr. Melanio Delgado Siccha presentó un libro donde se consignan los nombres de tres mil profesionales que residen ahora en Europa, Japón y Estados Unidos, que nacieron y crecieron en ese recodo donde hay unas cuantas casas humildes, pero bellas en el espíritu, regadas entre lomas, colinas y quebradas.
Mucho de la construcción del Perú actual se debe a aquellos niños del campo que han alcanzado a ser destacados hombres de bien y grandes profesionales, que nos han superado por su ímpetu, por madrugar temprano por los caminos, por ser generosos en sus afectos y puntuales. Y, sobre todo, por sus inmensas virtudes.
A ellos agradezco el frescor de haber compartido conmigo el aroma y sabor de los alimentos de la tierra, que son los dones primeros que nos regala la vida, como dones son los niños y sus naturales talentos, como era Saúl Benites el compañero campesino que superaba a César Vallejo, de allí que el mismo poeta reconociera: "Todo acto y voz genial viene del pueblo y vuelve hacia él, de frente o trasmitido".

Por: Danilo Sánchez Lihón

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